ME VOY PA´L NORTE
Siempre había sido así, mi abuelito, mi ´apá, mis tíos habían Jalado pa´l norte solos. Mi abuelito me cuenta que se fue con un compadre que sabía la movida, ya había andado de bracero en los 40. Era como una cadenita, el viaje estaba seguro, nomás era onda de que uno creciera y…¡orale! ¡Al jale! Yo así me fui, con mi primo y no ´bía que darle na´íta, hasta te pagaban los gastos de ida; claro, ya luego había que pagar la droga de trescientos dólares, pero hasta después de sacar el primer cheque. Agarré
el autobús de primera en Cuernavaca hasta Taxqueña en México. De ahí en
el metro hasta la estación del Norte, ya hasta el nombrecito de la
estación me sonaba, era el umbral del Norte. Ahí había muchos camiones,
era una estación inmensa, ahí mismo estaba la del tren. Pues, el tren
era el mismísimo que habían usado las tropas villistas para tomar la
ciudad de México, así que para remontarnos en la historia 70 años, nos la jugamos
y compramos boletos para el tren. Empezamos nuestro viaje de día,
serían las 5 de la tarde, caminando entre diversas mercancías agrícolas,
pulque y animales hasta alcanzar un duro asiento. Ya pardeando íbamos dejando la ciudad, los barrios a la orilla del tren se iban quedando con sus paredes pintadas de grafiti del RIP, todas descarapeladas,
con otras manifestaciones encima; en una de esas a duras penas se veía
la suástica nazi, luego el signo de la división aritmética para terminar
con P2.
El tren iba aumentando la velocidad a medida que cruzaba esas calles
polvorientas, donde camionetas destartaladas, coches sin placas,
camiones desvencijados esperaban con paciencia el paso del tren.
Mientras hacía sonar su trompeta ensordecedora niños parloteaban a lo
largo de las vías saludando el estrepitoso ruido que producía esa ya
vetusta máquina del tiempo, muestra pionera de la modernidad europea en
el siglo XIX. Ese mismo tren que le sirvió a Porfirio Díaz para
intensificar el enriquecimiento de su élite y el dominio de extranjeros
en el país, cavó su tumba; las tropas villistas se montaron en él para
derrocarlo. A nosotros nos estaba sirviendo para llegar a la línea.
Entre señoras de faldas largas, con retazos como mandiles, vistiendo
blusas desteñidas por el sol quemante y raídas por el uso constante, con
jirones de tirantes, muchas de ellas riendo sin disimulos o gritando su
mercancía a la venta, mostrando con desparpajo huecos en su dentadura,
la locomotora aullaba dejando a su paso una emanación que se mezclaba
con el humo de las chozas que cada vez eran menos. De momentos, algunos
vendedores, con empellones o escurriéndose lograban ingresar a sus
lerdos carros, otros sólo veían el pasar de la modernidad asiéndose de
sus viejos asideros, sobre el estribo de hierro forjado; los más ágiles
se trepaban en sus ventanillas ofreciendo sus cachivaches, itacates,
trebejos, enseres o cacharros. Ya había cruzado repúblicas, guerras
civiles, intervenciones extranjeras, un remedo de imperio y una larga
dictadura. Había transportado a los criollos que se quedaron con el
país, había cargado a los liberales de Juárez, a la casta divina de los
científicos, luego a los revolucionarios. De ahí saltó a la otra etapa
de la modernidad ayudando a transportar insumos, materias primas,
mercancías terminadas, víveres, animales y líquidos que servirían al
sostén del gran salto mexicano: la burguesía de Guadalajara, la del DF,
la de Monterrey eran los grandes beneficiarios. Nunca hicieron caso del
viejo vetusto, lo exprimieron, lo estrujaron, lo cargaron, lo
maltrataron pero nunca le dieron nueva vida. ¡Qué ironía!, fue
construido por inversionistas extranjeros y termina en manos de la
Kansas City Southern. Ahora
seguía cargando a los empobrecidos, a los miserables, a los bizcos de
estrabismo corregible, a los deshilachados, a los de pantalones
parchados, descosidos, a los casi vestidos con piltrafas, a los
malolientes, desdentados, prietos, morenos, lampiños, desaliñados,
lacios despeinados porque costaba más barato que el autobús. Era el
mundo de ejidatarios o comuneros, entre un castellano con acento de
idiomas regionales, o daba lo mismo un campesino sin tierra y sin
alfabeto, que los peones, los encasillados o menonitas. Su última carga
valiosa era los que iban pa´l norte, los mojados; los centroamericanos agarraban
camino en él también. 15 horas más tarde llegamos al norte, a
Monterrey, desde donde había que tomar un autobús para una ciudad
fronteriza mal llamada Nuevo Laredo, del otro lado de la línea se llama Larerou, Tecsas.
Rodeamos la ciudad en un Taxi, le pedimos que nos dejara lo más lejos
que se pudiera de los ojos humanos; ahí empezaba nuestra caminata, dos
noches caminando entre matorrales, en senderos agrestes; veíamos sombras
que se movían agazapadas de montículos, de despeñaderos que burlábamos.
Nos imaginábamos figuras caprichosas que se formaban con las sombras de
objetos inanimados; ya exánimes y sin bañarnos, con nuestros harapos a
cuestas parecíamos ánimas en pena; de día nos podían ubicar, los
binoculares estaban al acecho pero nos enterrábamos para dormir. En la
tercera noche se atisbaron lucecitas lánguidas entre lomas y cerros;
luces que parpadeaban trayendo sospechas, adivinando casas, trabajo,
vida. Ya en la carretera, llamamos a nuestro enlace. El periplo de un
labriego hacia el Norte era un penar, era una aventura de un cuento del
realismo mágico, era duro pero muy seguro; ahora los chacales de la
mafia quieren controlar todo paso, todo pase, todo lo que pasa. La mafia
hurga los intrincados métodos de cruce y elude el cerco que la
supervigilancia del gobierno estadunidense ha impuesto a lo largo de la
frontera. Para eludir los tres muros, los helicópteros, las patrullas
fronterizas, los vehículos todo terreno, cámaras con luz infrarroja y
perros, los migrantes ya no pueden recurrir a los mentados coyotes.
Ahora la ficción se queda corta para lo que hacen a los que se atreven
a cruzar sin la anuencia de la mafia y su respectivo cobro, ya no de
trescientos sino de seis mil dólares por persona. ¡Es lo menos!
David R. Porcayo
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